El cebo

El frío mordía las partes del cuerpo que estaban a la intemperie; una lluvia fina le calaba, el agua bajaba por la cara mal afeitada y enjuta. No sabía cuantas horas llevaba deambulando por la ciudad que no conocía. Albino Cortés llegó esa misma mañana dentro del contenedor de un tren de mercancías. Paseaba su mal aspecto rodeado de rancios villancicos y de luces de colores e intermitentes. Un temblor incontrolable dominaba su cuerpo, andaba perdido por las calles oscuras y con las manos en los bolsillos. En la izquierda acariciaba, nervioso, una cucharilla quemada y papel plata. Al verlo, la gente lo miraba con recelo y se apartaba. Al cabo de un rato vagando sin rumbo, el bullicio y la iluminación fueron disminuyendo. Sin quererlo se fue alejando del centro de la ciudad. La apariencia de los edificios era más decadente. Las calles estaban mal iluminadas por la escasez de farolas. La niebla se hacia más intensa, como el temblor que le agotaba.

Al cabo de unas horas, cuando ya apenas se cruzaba con ningún humano y la noche se impuso al día, divisó a un hombre joven que lucía una cazadora verde. Se adentraba en un callejón. Supo que era la ocasión ideal para poder conseguir una dosis de heroína y, quizás con suerte, podría obtener para comer algo. Con su mano derecha sacó del bolsillo del pantalón su vieja navaja. Con dificultad, se fue acercando al joven que parecía no darse cuenta de lo que iba a suceder. En el callejón las farolas estaban apagadas, en los márgenes se juntaban innumerables contenedores de basura. Cuando alcanzó al hombre, se dio la vuelta sin violencia, impasible. Clavó sus ojos fríamente en los de Albino. Su mirada estaba llena de serenidad, de odio y carecía de sueños. A pesar de la superioridad que le daba el tener en sus manos la navaja, Albino Cortés sintió miedo; intentó exigirle el dinero que tuviera, pero no pudo. En ese momento empezaron a surgir sombras de la oscuridad. De cada puerta, de cada ventana, del silencio; salieron sombras como lobos y lo rodearon en cuestión de segundos. Le cayeron golpes por todos lados. El primero le sorprendió, el segundo le hizo doblar las piernas. Los restantes no los sintió. Ya en el suelo se agazapó para protegerse, sin conseguirlo. La jauría se cansó pronto, no querían que perdiera toda la conciencia. Lo rociaron con gasolina y lo prendieron. No llegó a sentir el calor ni el dolor, ya que las tinieblas y el frío se aliaron para arroparlo. La manada se alejó cantando sus hazañas y afirmando que este año mantendrían la ciudad limpia.

Publicado en la Revista Literaria Lapislázuli