La vuelta de la tortilla

Cañada de los Vientos estaba enclavado justo donde finalizaba el valle. Hasta donde alcanzaba la vista, un inmenso bosque de robles, hayas y abedules teñía las montañas de verde intenso en primavera, rojo, naranja y marrón en otoño y blanco en invierno; sin embargo, en cada rincón de la aldea dominaba el gris. Un pueblo que se queda sin habitantes es como un cuerpo descarnado y a éste se la caía la piel a jirones. Los jóvenes abandonaban la localidad desalentados por un futuro incierto.
Damián Rubio era uno de los náufragos que resistían en Cañada; la mayoría, como sus dos hermanos, escaparon. Él vivía con su madre en la vieja casa. Heredó de su padre el puesto de guarda del coto de caza del Marqués de Vegaverde, es decir de todo el valle. Desde que era un muchacho había acompañado en sus batidas al Marqués y a su padre; su sagacidad y buena vista hicieron de Damián un excelente secretario de caza. El estío era época de descanso para el Marqués, que además era Senador, le gustaba abatir lobos y osos, esta caza le hacía sentirse el bienhechor de la comunidad. El resto del año Damián cuidaba que los cazadores furtivos no esquilmaran la reserva particular del aristócrata, aunque con tanta extensión por cubrir era casi imposible.
Tenía dos razones para permanecer en Cañada, una era su madre, la otra, quizás más fuerte, era que estaba enamorado de Luisa, la hija de Isidoro el quesero. Había estado ahorrando durante meses para comprarse un traje de alpaca y unos zapatos de charol para lucirlos el día de Santiago Apóstol en la Romería de su celebración. Ese día acudirían todos los vecinos del valle a la humilde ermita de Cañada.

Faltaba una semana, tenía que bajar a Tablada a retirar el traje, ante la cercanía de la fiesta hizo el encargo un mes antes. Era la localidad más grande del valle, allí estaba la escuela, el médico, las tiendas para abastecerse en el crudo invierno, la Guardia Civil y el cura. Era el centro comercial y social de la comarca.

Aquel lunes, oscureció muy pronto, el viento se levantó agitando todos los viejos árboles que crujían ante sus envites, por unos momentos parecieron vulnerables. En Cañada, las calles no tenían nombre, todos se conocían. En la plazoleta, Joaquín Carballo, alcalde pedáneo, admiraba boquiabierto un flamante Seat 600 verde descapotable. Junto al vehículo gesticulaba, el señorito Augusto, al que todo el mundo nombraba Agustiño y que se hacía llamar Don Augusto. El joven era sobrino nieto del Marqués. Las malas lenguas contaban que fue fruto de una relación pecaminosa entre el cura de Tablada y una sobrina beata del aristócrata. El muchacho daba vueltas alrededor del coche con los brazos abiertos y dando toda clase de explicaciones sobre las virtudes del bólido. Llevaba la chaqueta abierta, lucía un magnífico traje de rayas grises y una corbata roja que bailaba sobre su prominente barriga al ritmo de sus pasos. Culminaba el conjunto con un sombrero tirolés verde, flanqueado por una pluma de faisán. La única preocupación del joven era dilapidar la fortuna de la madre y su ocupación fardar ante todo el mundo e intentar medrar a costa de su tío abuelo. Como no encontró en Tablada a quien exhibir su nueva adquisición buscó por toda la comarca hasta llegar a Cañada. En aquellos años se contaban con los dedos de la mano la cantidad de automóviles en la zona, y eran todos de la misma familia, los Vegaverde.

Damián pasó contemplando con desprecio la escena. Salió de la aldea enfilando la pista. Media hora después, el cielo se cerró. De repente una densa niebla cayó como una manto, apenas se veía a unos metros. El olor fuerte a tierra mojada presagiaba lluvia. Aún le quedaba un buen camino hasta llegar a Tablada cuando unas gotas gordas cayeron convirtiéndose en un aguacero intenso. Damián se cubrió como pudo con el impermeable, al cabo de unos minutos estaba calado. Oyó un motor, cuando lo vio alzó la mano para llamar la atención de Agustiño que pasó de largo salpicándole mientras se oían unas carcajadas y saludaba con su mano derecha.
- ¡Ja, ja, ja, ten cuidado que te vas a mojar, ja, ja, ja!

Al llegar al pueblo estaba empapado. Al llegar a la tienda, el sastre le dejó que se secara junto a la estufa de leña. Aunque Damián era montaraz, una de las cualidades que le adornaban era la discreción por lo que no hizo referencia al incidente. Cuando la ropa se deshumedeció pagó el traje y agradeció las atenciones. Ya había escampado. Llegó a su casa al anochecer.

Meses más tarde, Damián acababa de llegar de un ojeo por el nacimiento del río en busca de huellas de una manada de lobos que acosaba el ganado de la zona, cuando se disponía a cenar se presentó Joaquín Carballo, era el único con teléfono en la aldea. Le comunicó que el suegro del hermano mayor de Damián había fallecido esa misma mañana y que el entierro se realizaría al mediodía del día siguiente.

Pasó por casa de Luisa para pedirle a su padre la bicicleta. Al día siguiente, se levantó muy temprano y tras desayunar junto a la lumbre se marchó. Llegó sobre las diez de la mañana. Acompañó a la familia de su hermano José en el velatorio. Al finalizar la misa, llevaron a hombros el féretro al cementerio. Se encaminaron por el camino bordeado de cipreses. De repente, unos bocinazos rompieron el silencio respetuoso. Don Augusto, sacando su gorda cabeza por el techo descapotado, les gritó sin dejar el claxon:
- A ver si dejamos pasar, que ocupáis toda la calle. Caminad por el arcén como todo el mundo...Ni que fuera el entierro de un Rey.- Bajó la voz y dijo con soberbia- Se creen los amos.”

Tuvieron que apartarse ante el empuje del coche y de los pitidos. La mayoría, sumisos, agacharon la cabeza, Damián le dirigió una mirada que por sí misma ofendía. Una vez que el exaltado pasó, la comitiva se reorganizó y prosiguió su triste camino. Tras el entierro, regresaron a la casa de José. Damián se despidió con un fuerte abrazo y, casi sin palabras, de su hermano, su cuñada y de sus sobrinos. Subió a la bicicleta y se marchó.
En el inicio del otoño era inusual que transcurriera un solo día sin llover, el cielo amenazaba siempre, pero se podía anticipar la tormenta con la observación; uno de los indicios que le enseñó su padre era que cuando las aves vuelan bajo en busca de cobijo la lluvia acecha. Al ver que ya se habían escondido aumentó el ritmo de las pedaladas. A mitad de camino, unas pocas gotas cayeron. Giró en una de las curvas, vio a Don Augusto desesperado fuera del coche intentando cerrar la capota a tirones, los relámpagos rajaban con fuerza el cielo. Al ver a Damián una expresión de alivio le iluminó, se ajustó su inseparable sombrero tirolés y se golpeó los brazos para sacudir el polvo. Se situó en mitad de la pista para llamar la atención con los brazos en jarras. Damián se detuvo junto al vehículo. La cadencia de la lluvia aumentaba.

- ¡Hombre Damián cuanta alegría¡ - Una sonrisa forzada estiraba su bigote estrecho.

- Hola Augusto.

- Bueno a ti te permito que me llames así.- Se dobló ligeramente como un amago de reverencia mientras sonreía. Sacó una pitillera de cuero negro para ofrecerle un cigarro.

- No gasto ¿tu dirás?- Frío como la tarde, Damián alzó la barbilla.
- ¿No tendrás una cajita con parches para reparar neumáticos pinchados en la bicicleta?

- Sí, como en todas.

- ¿Además de arreglarme la rueda, te sería posible desarmar la capota que se ha atascado? Temo que me vaya a mojar.- Una mirada de raposa forzaba su expresión.

Damián se quitó la capucha del impermeable con la intención de que el señorito le viera claramente la cara, se echó el pelo pegajoso por el sudor hacia atrás.

- Mira Agustiño, se va haciendo tarde y yo tampoco tengo ganas de mojarme. Te vas a tener que apañar tu solo.

Se ajustó el chubasquero, esquivó el automóvil y pedaleó sin mirar atrás. Un relámpago cayó muy ceca de allí y después una cortina de agua. Augusto estaba atónito sujetando sin fuerza el cigarro apagado mientras miraba unas veces al joven que se alejaba, otras al cielo.

Cuando Damián llegó a la aldea, la lluvia se hizo más intensa que nunca y las ráfagas de viento hacían temblar el roble centenario junto a su casa.