El peso de la fatalidad.

Unos golpes suaves, pero firmes, sonaron. Un hombre grueso, tocado con un sombrero cordobés entró en la habitación, buscó con su mirada y encontró a otro joven y fibroso, quieto sentado en un sillón. Antes de cerrar la puerta el rumor del pasillo cesó y un cúmulo de cabezas intentó mirar dentro de la fría habitación. El teléfono no cesaba de llamar, el recién llegado, sudoroso, lo cogió.

- ¿Zi? Oiga, ya le dije que er maestro no quiere que le llamen hasta después de la corrida.

Colgó sin miramientos, dejó el sombrero sobre la televisión.
- ¿No lo habrás dejao sobre la cama? Trae mal fario.
- Hombre, Manué, tú sabes que no lo haría…y menos hoy.
Al terminar la frase caminó de la cama a la puerta, cinco o seis pasos, el sudor era incesante y los pocos cabellos del flequillo los tenía pegados en la frente. Estuvo así unos minutos, mientras el joven permanecía impasible sentado en su sillón frente a la ventana.
- ¿Y er Muo, onde anda?- Miraba con recelo al diestro.-
- Estará por ahí, repartiendo fotos entre las chavalas, déjalo que disfrute.
El hombre se sentó en la cama con cuidado para no mover la montera, al lado de la cama, entre él y la pared, una silla tenía dispuesto todo el traje en perfecto orden, a sus pies las zapatillas. El rumor del gentío se hacía más perceptible.

- ¿Vamos Dionisio, Me lo vas a contar?- Fue como un aldabonazo en la cabeza del hombre.- ¿Tan mal salió el sorteo?
- Que malo es conocerse Manué.

Unos golpes sonaron y la puerta se abrió, un hombre enjuto se hizo paso y la volvió a cerrar, tenía la cara sembrada de pequeñas cicatrices y era un poco bizco. Saludó con la mano.
- Muo
vete y nos traes una botella de agua.-El hombrecito se quedó parado mirando al diestro- Venga hombre, ve.

- Deja ar Muo, se va enterar de lo malos que son los toros de toas toas.- Como el apoderado no hablaba insistió- Desembucha ya.
Dionisio se secó la frente con un pañuelo gris del uso.

- Si no son los dos, es uno solo, el primero. Cuando lo vi en los corrales enseguía comprendí que ese no era un buen bicho. Levantó la cabeza y me miro, movió los hocicos como si me estuviera oliendo….como si te estuviera oliendo.- El mozo de espadas seguía quieto y atento, como el joven diestro – Entonces, mirándome a los ojos noté como cambió su mirada. Reculó como para verme mejor, todo el que lo vio se quedó pasmao. Desde entonces no me quito esa mirada negra y honda, tanto que he visto lo peor. Luego en el sorteo te tocó el primero. Se llama Marfileño.

Pasaron unos segundos sin que nadie dijera ni hiciera nada, solo se escuchaba el rumor de la gente que poco a poco se iba apagando El diestro se levantó y se dirigió al baño.

- Muo, prepara los avíos de afeitar.
- Pero Manué, no te iras a hacerlo ahora, quea una hora para irnos.
- Ea, un cuarto de hora pa asearme, er resto pa resar y pa apañarme.-El mozo de confianza se puso en funcionamiento-.
- Pero Manué, tú te afeitas siempre por la mañana, tu abuelo, en paz descanse, decía que eso trae malaje. Tú mismo lo has dicho siempre.
- Ya, pero un hombre tiene que ir limpio a su muerte.

El hombre fue incapaz de decir más, conocía al joven desde que empezó con siete años a tantear erales en su finca. El mozo ya había abierto el grifo del agua caliente. El diestro se quitó el pijama y quedó desnudo frente al espejo; se echó agua en la cara, después hizo jabón con la brocha y se lo untó en la cara lentamente. Cogió la navaja y la deslizó suave de arriba abajo, en el sentido de los pelos, cuando hubo realizado tres veces la maniobra su mano salió como despedida hacia atrás, en su lugar la sangre corría. Prosiguió con la misma seguridad de antes, no hizo caso al reguero rojo que le goteaba por la barbilla. Se quitó el jabón con agua y se duchó. Justo un cuarto de hora desde su inicio, salió del cuarto de baño, se notaba el corte, tenía la forma de la cruz.

- No quiero ni una palabra der morlaco. Vamos Muo, vísteme.
Finalizado el ritual de vestirse, pidió quedarse a solas en la habitación. El joven matador se arrodilló frente al pequeño altar repleto de estampas de Virgen.

Eran las cinco y diez de la tarde cuando Marfileño invadió el coso removiendo todo el albero a su paso, dio una vuelta completa al ruedo sin hacer caso a los subalternos que intentaban pararlo, solo lo hizo cuando vio al torero. Su mirada oscura heló la sangre de todo el mundo, incluso lo haría de los que no estaban presentes aquella tarde.