El golpe de suerte

Las luces del amanecer empujaban sin demasiada fuerza a la oscuridad, el día se parecía como los anteriores cuando todo cambió, llegó al poblado un grupo de soldados que tomó casi todos los edificios del pueblo. Desde aquel instante todo se volvió oscuro, ruidoso y triste. Al amanecer siguiente, se divisaron en el valle otros soldados, enemigos de los primeros, que en pocas horas asediaron la localidad. El viejo campesino y su esposa marcharon con un ato a la vieja iglesia donde los vecinos se refugiaban en su sótano en caso de necesidad, llegaron los últimos. A la par que cerraron la trampilla, sonaron los primeros disparos. Se sucedieron tres días de ruido ensordecedor, polvo y temblores. En aquel agujero húmedo nadie osaba hablar si no era necesario. Solo se oía, durante los escasos intermedios de silencio, unas letanías que eran segadas por los estallidos de los obuses cercanos.

El cuarto día, a media mañana, el ritmo de los disparos y estallidos fue disminuyendo su intensidad hasta que cesaron. Las ancianas bajaron el tono de sus rogativas, en unos minutos se hizo el silencio absoluto y sintieron la pesadez casi asfixiante del silencio. Nadie intentó moverse, ni siquiera los niños inquietos por el hambre.

Pasadas unas horas, el consejo decidió que alguien tenía que salir para ver si los soldados se habían marchado, habrían de echarlo a suertes. El viejo campesino no era afortunado, de todos los hombres útiles sacó la ficha negra. Con gran serenidad se despidió de su esposa asegurándole que regresaría pronto. Abrió la trampilla lo justo para asomar la mirada. Lo primero que vio fue que la vieja iglesia se había convertido en un amasijo de piedras, maderos y escombros. A unos metros a su derecha, el crucifijo que había coronado el altar desde siempre yacía ahora mutilado en el suelo, el olor a pólvora quemada y a destrucción era muy intenso.

A pesar de su edad el hombre era ágil, abrió la puerta lo necesario para poder deslizar su cuerpo fuera. No había dado un paso cuando oyó el golpe seco de la trampilla que se cerraba. Se tiró al suelo, fue reptando como una serpiente, ocultando su cuerpo de las miradas inoportunas. En la calle, todo lo que alcanzaba su vista era una inmensa ruina sembrada de cuerpos mutilados de soldados. Parecía que se hubieran aniquilado los dos bandos; unos con el uniforme verde, otros marrón oscuro, todos llevaban en su cuerpo las mismas manchas encarnadas de sangre reseca. El viejo quiso asegurarse de que allí no quedaba nadie, inició una ronda por las calles del pueblo. Decidió seguir arrastrándose, al menos hasta que estuviera convencido de que no quedaba nadie con aliento. Los únicos seres vivos que se encontró fueron alimañas rebuscando en el vientre de los cadáveres.

Hacía un par de horas que estaba en la calle, comprobó como las tiendas estaban todas saqueadas. La confrontación había convertido el pueblo en un sinfín de esqueletos de edificios que se sostenían con dificultad. Al llegar a lo que quedaba de la Plaza Mayor vio que en el centro que yacía el cuerpo de un soldado, junto a él una gran caja de cartón abierta que dejaba escapar varias tabletas de chocolate, pan negro y galletas. El viejo estaba escondido tras un montón de escombros, ya había pasado mucho tiempo desde que salió del refugio, creyó en su suerte para llevar la comida a los niños debilitados. Se incorporó con dificultad y quiso coger la caja. Poco antes de alcanzarla sonó un disparo, luego su eco.

El hombre dio dos pasos intentando alejarse y cayó levantando una nube de polvo. De nuevo el silencio.

El francotirador pensó que tuvo un golpe de fortuna: ya tenía otra alma, y no tardarían en llegar más.


Publicado en octubre de 2008 en el libro digital DESDE DENTRO publicatuslibros.com